Era jueves de noche y estaba estirada en cama, con la luz apagada. Me puse a darle vueltas a las cosas, como suelo hacer antes de dormirme, y pensé acerca de la ceguera. No, no me refiero a las personas invidentes, tampoco al efecto de los porros, ni al del alcohol. Me refiero a que en la vida no vemos todo lo que deberíamos ver.
Cuando estas a oscuras, o cierras los ojos, es cuando mejor ves las cosas; la verdad es que es bastante paradójico. Realmente me he dado cuenta de que el dolor ciega a todo el mundo. Cuando se sufre, hay una fuerza extraña que te impide ver todo lo que tienes a tu alrededor. No tienen por qué ser cosas grandes o muy vistosas; simplemente hablo de una pequeña sonrisa de alguien especial, de una mirada cómplice, o de una sincera carcajada. Todo eso es mágico, pero el dolor no deja que lo disfrutes, no te deja sentirlo; es una lástima.
Lo peor de todo es que la fuerza extraña que nos ciega, somos nosotros mismos, reconocedlo. Somos tan libres en ciertos sentidos, que nos quitamos la libertad. No dejamos que nuestros sentidos perciban todo lo especial que nos rodea, toda la belleza de este mundo.
Cuando necesites ver todo lo que te rodea y no puedas hacerlo con los ojos abiertos, ciérralos; simplemente ciérralos, y verás esos pequeños detalles que te hacen feliz. Más adelante, cuando los veas con los ojos abiertos, no podrás evitar sonreír. Te habrás salido con la tuya.